"Jesús mío, Tú me bastas por todo en el mundo. Aunque los sufrimientos son grandes, Tú me sostienes. Aunque los abandonos son terribles, Tú me los endulzas. Aunque la debilidad es grande, Tú me la conviertes en fuerza. No sé describir todo lo que sufro; y lo que he escrito hasta ahora es apenas una gota. Hay momentos de sufrimientos que yo, de verdad, no sé describir. Pero hay en mi vida también momentos cuando mi boca calla y no tiene ni una sola palabra en su defensa y se somete totalmente a la voluntad de Dios, y entonces el Señor Mismo me defiende e interviene en mi favor y su intervención se puede ver incluso por fuera. Sin embargo, cuando advierto sus mayores intervenciones que se manifiestan como castigos, entonces le suplico ardientemente misericordia y perdón. Pero no siempre soy escuchada. El Señor procede conmigo de modo misterioso. Hay momentos en que Él mismo permite terribles sufrimientos, pero también hay momentos cuando no me permite sufrir y elimina todo lo que pudiera entristecer mi alma. He aquí Sus caminos impenetrables e incomprensibles para nosotros; nuestro deber es someternos siempre a su santa voluntad. Hay misterios que la mente humana jamás logrará penetrar aquí en la tierra, nos lo revelará la eternidad". (Santa Faustina Kowalska, Diario 1656)

"La Humanidad no encontrará la paz hasta que no se vuelva con confianza a mi Misericordia" (Diario de Sor Faustina, 300)
miércoles, 27 de abril de 2016
"Oh Dios, con qué generosidad derramas Tu misericordia"
"Oh Dios, con qué generosidad derramas Tu misericordia y todo esto lo haces por el hombre. Oh cuánto amas al hombre si Tu amor hacia él es tan activo. Oh Creador mío y Señor, en todas partes veo huellas de Tu mano y el sello de Tu misericordia que abraza todo lo que está creado. Oh Creador mío piadosísimo, deseo rendirte homenaje en nombre de todas las criaturas con alma y sin alma y llamo al mundo entero a adorar Tu misericordia. Oh que grande es tu bondad, oh Dios". (Santa Faustina Kowalska, Diario 1749)
"A través de la Coronilla obtendrás todo, si lo que pides esta de acuerdo con mi voluntad"
CORONILLA A LA DIVINA MISERICORDIA
La Coronilla la dictó Jesús a Santa Faustina en Vilna (Lituania) entre el 13-14 de Septiembre del 1935, como súplica para aplacar la ira de Dios por los pecados del mundo.
"A través de ella obtendrás todo, si lo que pides esta de acuerdo con mi voluntad (...) Reza incesantemente esta coronilla que te he enseñado. Quienquiera que la rece recibirá gran misericordia, en la hora de la muerte los sacerdotes se la recomendarán a los pecadores como la última tabla de salvación. Hasta el pecador más empedernido, si reza esta Coronilla una sola vez, recibirá la gracia de Mi misericordia infinita. Deseo que el mundo entero conozca Mi misericordia; deseo conceder gracias inimaginables a las almas que confían en Mi misericordia" (Diario 731,687).
“ Defenderé como Mi propia Gloria a cada alma que rece esta Coronilla en la hora de la muerte, o cuando los demás la recen junto al agonizante, quienes obtendrán el mismo perdón. Cuando cerca de un agonizante es rezada, se aplaca la ira Divina, y la insondable misericordia envuelve al alma y se conmueven las entrañas de Mi misericordia por la dolorosa pasión de mi hijo” (811).
CORONILLA A LA DIVINA MISERICORDIA:
(se utiliza un rosario común de cinco decenas)
1. Comenzar con un Padre Nuestro, Avemaría, y Credo (de los apóstoles).
Credo de los apóstoles:
Creo en Dios Padre todopoderoso,
creador del cielo y de la tierra.
Creo en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor.
Fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo
y nació de la Virgen Maria.
Padeció bajo el poder de Poncio Pilato.
Fue crucificado, muerto y sepultado.
Descendió a los infiernos.
Al tercer día resucitó de entre los muertos.
Subió a los cielos,
y está sentado a la diestra de Dios Padre.
Desde allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos.
Creo en el Espíritu Santo, la santa Iglesia católica,
la comunión de los santos, el perdón de los pecados,
la resurrección de los muertos,
y la vida eterna. Amén.
2. En las cuentas grandes correspondientes al Padre Nuestro (una vez) decir:
"Padre Eterno, te ofrezco el Cuerpo,
la Sangre, el Alma y la Divinidad
de Tu Amadísimo Hijo,
nuestro Señor Jesucristo,
como propiciación de nuestros
pecados y los del mundo entero."
3. En las cuentas pequeñas correspondientes al Ave María (diez veces) decir:
"Por Su dolorosa Pasión,
ten misericordia de nosotros
y del mundo entero."
4. Al finalizar las cinco decenas de la coronilla se repite tres veces:
"Santo Dios, Santo Fuerte,
Santo Inmortal, ten piedad de
nosotros y del mundo entero."
5. Oración final (opcional):
“Oh Sangre y agua que brotaste del Corazón de Jesús como una fuente de misericordia para nosotros, en Ti confío.”
(Rezarla preferentemente a las 3:00 pm. “La hora de La Misericordia”)
"Cualquier cosa que haces al prójimo Me la haces a Mí
"El médico no me permitió ir a la Pasión a la capilla a pesar de que lo deseaba ardientemente; pero he rezado en mi propia habitación. Entonces oí el timbre en la habitación contigua, y entré y atendí a un enfermo grave. Al regresar a mi habitación aislada, de pronto he visto al Señor Jesús que me ha dicho: Hija mía, Me has dado una alegría más grande haciéndome este favor que si hubieras rezado mucho tiempo. Contesté: Si no Te he atendido a Ti, oh Jesús mío, sino a este enfermo. Y el Señor me contestó: Si, hija mía, cualquier cosa que haces al prójimo Me la haces a Mí". (Santa Faustina Kowalska, Diario 1029)
viernes, 26 de febrero de 2016
El pecado, la gracia y la Divina Misericordia
Para valorar más el Sacramento de la Penitencia y para
aprovechar al máximo la riqueza extraordinaria que supone el Año de la
Misericordia, es conveniente reflexionar acerca de dos elementos de la vida
espiritual: el pecado y la gracia santificante de Jesucristo, la Misericordia Divina encarnada.
Con respecto al pecado, dicen los santos que es “la peor
desgracia que puede acontecerle a un hombre en esta vida”. Es decir, para los
santos, el pecado es peor que un terremoto, un tsunami, un incendio; es peor que
otras desgracias, como la pérdida de algún ser querido, o la ruina económica,
por ejemplo. La razón es que el pecado aparta al hombre de Dios, envolviéndolo
en una densa tiniebla –tanto más densa cuanto más grave es el pecado- que le
impide recibir los rayos de gracia de Dios, que es como un Sol divino que
alumbra y da calor y vida a los hombres.
El pecado surge del corazón del hombre, tal como nos enseña
Jesús: “Es del corazón del hombre de donde salen toda clase de cosas malas: malos
pensamientos, fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, avaricias,
maldades, engaños, sensualidad, envidia, calumnia, orgullo e insensatez” (cfr. Mt 15, 19).
Para dimensionar la gravedad del pecado, consideremos –como nos
enseña San Ignacio de Loyola en sus Ejercicios Espirituales- el pecado del
Ángel caído, el de Adán y Eva y el de un hombre cualquiera.
El pecado del Ángel caído: por un solo pecado –el pecado de
soberbia, la alucinante pretensión de querer ser igual a Dios-, perdió el cielo
para siempre, ¡para siempre! Nunca más podrá gozar de la visión de la Santísima
Trinidad, nunca más podrá regocijarse en su Amor, nunca más podrá adorar al
Único Dios Verdadero, Dios Uno y Trino. Además, está condenado para siempre a
vivir en el odio, en la amargura, en la desesperación, y todo por un solo
pecado.
El pecado de Adán y Eva: por un solo pecado, perdieron la
amistad con Dios y la vida de la gracia, fueron expulsados del Paraíso y a
partir de ellos entró en la raza humana la enfermedad, el dolor y la muerte. También
fue un pecado de soberbia porque, escuchando la Voz de la Serpiente y
participando en su rebelión contra Dios, desobedecieron el mandato divino que
les prohibía comer del Árbol de la Sabiduría. Por un solo pecado, perdieron lo
más hermoso que tenían, que era la amistad con Dios: al hacer un acto de
malicia, no podían estar más en Presencia de Dios, que es Bondad infinita, y
por eso fueron arrojados del Paraíso. Además, todos los hombres, en adelante –con
excepción de la Santísima Virgen María- nacemos con la privación de la santidad
y justicia originales, porque su pecado afectó a toda la humanidad.
El pecado de un hombre cualquiera: por un solo pecado mortal
–tal vez ni siquiera cometido efectivamente, sino tan solo consentido con la
inteligencia y la voluntad-, este hombre, al morir, se condena
irremediablemente en el infierno, en donde tiene que padecer, además de la
separación de Dios para siempre –lo cual constituye la tortura más espantosa- y
los dolores físicos y espirituales producidos por el fuego del infierno, la
compañía y visión horripilante de Satanás, de los ángeles caídos y de todos los
condenados. Esta es la razón por la cual los santos afirman que el pecado es la
mayor desgracia que puede acontecerle a una persona.
Otro aspecto a considerar en el pecado es que, si bien
produce un cierto placer de concupiscencia en el pecador –por ejemplo, el
placer de la venganza, motivado por el pecado de la ira-, el pecado daña
profundamente al alma, privándolo de la gracia; además, daña a la familia, a la
sociedad e incluso hasta la Creación se ve afectad por el pecado del hombre. Pero
el daño inconmensurable lo sufre Jesucristo, porque su Pasión –los golpes
recibidos, sus heridas abiertas, su humillación- es consecuencia de nuestros
pecados, porque Jesús muere en la cruz por nuestros pecados, por mis pecados
personales.
Ahora bien, frente a esta desgracia que supone para el
hombre el pecado, Dios nos envía su Divina Misericordia, encarnada en Jesús, el Hombre-Dios, quien acude en nuestro auxilio con
su Sangre derramada desde la cruz, lavando con su Sangre nuestras almas y quitando la mancha del
pecado, al tiempo que nos da la vida de la gracia, que nos hace participar de
su Divinidad. La gracia nos concede una vida nueva, la vida misma de Dios; nos
hace partícipes de su santidad, de su Sabiduría divina, de su Amor eterno. Y también
las obras se divinizan, de modo que el que obra en gracia obra lo que Dios
quiere y no solo: se puede decir que Dios mismo obra a través del alma en
gracia, porque es su instrumento y esto lo podemos ver de modo patente en las
vidas de los santos. Si el pecado es la mayor desgracia que puede ocurrirle a
una persona en esta vida, la gracia es la mayor dicha que este mismo hombre
puede experimentar.
Entonces, si la gracia es tan valiosa, como lo vemos, surgen
alguas preguntas: ¿cómo conseguir esta gracia? ¿Cómo evitar perderla? ¿Cómo
acrecentarla?
Adquirimos la gracia a través de los sacramentos, y aquellos
sacramentos que están más a nuestro alcance cotidiano, son la Eucaristía y la
Confesión sacramental; es a través de los sacramentos que llega a nuestras
almas la Sangre del Cordero derramada en la cruz.
Evitamos perderla, rechazando toda “ocasión próxima de
pecado” y pidiendo la gracia de “morir antes que pecar”, tal como pedía Santo
Domingo Savio el día de su Primera Comunión.
Por último, la acrecentamos obrando las obras de
misericordia, corporales y espirituales, tal como las prescribe la Iglesia.
Vivir en gracia es la mejor forma de honrar a la Divina
Misericordia.
sábado, 26 de diciembre de 2015
Las Tres de la tarde, Hora Santa de la Divina Misericordia, nuestra Hora
Luego de sufrir tres horas de terrible y dolorosísima
agonía, Nuestro Señor Jesucristo murió en el Calvario a las tres de la tarde. Si
bien sus sufrimientos comenzaron desde el momento mismo de la Encarnación, porque
fue desde ese entonces en que el Verbo de Dios encarnado comenzó a expiar por
nuestros pecados, y si bien ese sufrimiento, ante todo moral y espiritual,
continuó durante toda su vida, fue en la cruz en donde Nuestro Señor consumó el
sacrificio de su vida, sacrificio por el cual habría de salvarnos de los tres
grandes enemigos de la humanidad: el demonio, la muerte y el pecado, además de
concedernos el don de la filiación divina, abrirnos las puertas del cielo y
hacernos herederos del Reino de Dios.
En la cruz, Jesús sufrió, sólo desde el punto de vista
físico, dolores inenarrables, imposibles siquiera de imaginar, causados entre
otras cosas por la crucifixión, la flagelación inhumana recibida, la coronación
de espinas, los golpes de todo tipo recibidos desde su arresto y a lo largo de
todo el Via Crucis. A esto, hay que
agregarle la intensa sed, producto de la deshidratación y la fiebre, además de
la asfixia experimentada como consecuencia de la posición en la que se
encontraba en la cruz. Y todo esto, sin contar con las penas y los dolores
morales y espirituales que estrujaron de dolor su Sagrado Corazón ante la vista
de nuestros pecados. La inmensidad de los dolores sufridos por Jesús se deben a
que Nuestro Señor asumió sobre sí todos los pecados, todos los dolores y todas
las muertes de todos los hombres de todos los tiempos, interponiéndose entre
nosotros y la Justicia Divina, convirtiendo esa Justicia, en Divina
Misericordia; es por eso que podemos decir que en la cruz, Jesús pensaba en
todos y en cada uno de nosotros, de modo particular con nombre y apellido, como
si cada uno de nosotros fuéramos los únicos seres en la tierra, amándonos
personal y particularmente a cada uno con todo el amor de su Sagrado Corazón. Los
sufrimientos atroces de Jesús, comenzados en la Encarnación y llevados a su
culmen en la Pasión y Crucifixión, finalizaron con su muerte a las Tres de la
tarde y ésa es la razón por la cual esa hora es una Hora Santa, es la Hora de la
Divina Misericordia; es la hora en la que, como Jesús mismo lo dice, todo será
concedido al alma que lo pida, por los méritos de su Pasión dolorosísima. Podemos
decir, por lo tanto, que las Tres de la tarde es nuestra Hora, la Hora en la
que nosotros, pecadores, alcanzamos la gracia divina del perdón y de la
conversión. Se trata de la Hora más importante del día, porque es la Hora en la
que el Hombre-Dios murió por cada uno de nosotros; es una Hora dedicada,
especialmente, por la Trinidad Santísima, de modo personal, para cada pecador,
para que el pecador pida y obtenga las gracias que desea, las cuales le serán
concedidas en mérito a los infinitos sufrimientos de Jesús. Dice así Jesús a
Santa Faustina: “A la hora de las tres imploren Mi misericordia, especialmente
por los pecadores; y aunque sea por un brevísimo momento, sumérgete en Mi
Pasión, especialmente en MI desamparo en momento de agonía. Esta es la hora de
gran misericordia para el mundo entero. Te permitiré entrar dentro de Mi
tristeza mortal. En esta hora, no le rehusaré nada al alma que me lo pida por
los méritos de Mi Pasión”. Continúa Jesús: “Yo te recuerdo, hija mía, que tan
pronto como suene el reloj a las tres de la tarde, te sumerjas completamente en
mi Misericordia, adorándola y glorificándola; invoca su omnipotencia para todo
el mundo, y particularmente para los pobres pecadores; porque en ese momento la
Misericordia se abrió ampliamente para cada alma”. La Hora de la Misericordia “se
abre para cada alma”, es decir, para cada uno, de modo personal y particular.
Debemos aprovechar muy bien esta Hora Santa, cada Hora Santa
–no sabemos cuántas nos ha asignado la Divina Providencia, por lo que
deberíamos vivir cada una de ellas como si fuera la última- para pedir, como
dice Jesús, por la conversión de los pecadores, puesto que la gracia de la
conversión constituye la mayor dicha que pueda una persona alcanzar en esta
vida. Pero además, en la Hora Santa de la Divina Misericordia, las Tres de la
tarde, podemos hacer algo más que pedir, como nos indica Jesús: puesto que
Jesús ofrenda su vida por amor y muere por amor, para darnos todo su Amor,
entonces es la Hora en la que deberíamos ofrecer, en la medida en que nuestra
pequeñez lo permita, nuestras vidas a Jesús, por amor, y pedirle que Él acepte
nuestro ofrecimiento, por manos de María Santísima.
jueves, 26 de noviembre de 2015
"La Humanidad no encontrará la paz hasta que no se vuelva con confianza a mi Misericordia"
“La
Humanidad no encontrará la paz hasta que no se vuelva con confianza a mi
Misericordia”[1].
El mensaje dado por Jesús a Sor Faustina es válido tanto para una persona en
particular, como para toda la Humanidad en su conjunto. La paz de la que habla
Jesús no es la paz del mundo, sino la paz que da Él, que es la paz de Dios, es
la paz que sobreviene al alma cuando le es quitado, por la gracia santificante,
aquello que la enemistaba con Dios y que por lo tanto la privaba de la paz, y
es el pecado. Sólo Jesús da la verdadera paz, la paz que brota de un corazón en
gracia, un corazón en amistad con Dios y con el prójimo, un corazón sin las
tinieblas del mal y del pecado, porque ha sido lavado y santificado por la
Sangre del Cordero.
En
nuestros días, vemos cómo crecen, minuto a minuto, tanto las guerras, a nivel
de naciones –conflictos armados de todo tipo, terrorismo, narcotráfico,
violencias de todo tipo, etc.-, como la discordia y la violencia a nivel de familias y
personas individuales. Todo sucede como consecuencia del alejamiento de nuestra
moderna sociedad del Siglo XXI, de Dios, de sus Mandamientos, de su Voluntad y
de su Amor. Sin Dios, que es Luz, Amor y Paz, la humanidad inevitablemente se
ve envuelta en las tinieblas, en el odio y en la guerra, es decir, en la discordia, la
cual, a los ojos de Dios, es “peor que la hechicería” (cfr. 1 Sam 15, 23). Si la hechicería, la
brujería, el satanismo, son prácticas abominables a los ojos de Dios, lo es mucho más la
discordia, la falta de paz entre los hombres, originada en la falta de amor a
Dios, porque sólo en Dios puede el hombre amar a su prójimo y por lo tanto,
estar en paz con él. Sin Dios, el hombre no ama verdaderamente a su prójimo y
lo convierte en un instrumento para satisfacer sus pasiones, su egoísmo, sus
necesidades.
“La
Humanidad no encontrará la paz hasta que no se vuelva con confianza a mi
Misericordia”. Tanto a nivel de nación, como a nivel personal y familiar, es
necesario elevar la mirada a Jesús Misericordioso y, con el corazón contrito y
humillado, implorar su Misericordia sobre nosotros y sobre el mundo entero,
porque sólo así obtendremos la paz, la verdadera paz, la que brota del Corazón Misericordioso de Jesús.
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