La devoción a Jesús Misericordioso debe traducirse en actos
concretos de misericordia para con nuestros prójimos; de lo contrario, se
convierte en un mero pietismo, vacío de todo significado. Esto es así, porque
la fe debe traducirse en obras, tal como lo enseña Nuestro Señor en el
Evangelio: “Lo que habéis hecho a uno de estos pequeños, a Mí me lo habéis
hecho” (Mt 25, 40). Esto significa
que todo lo que hacemos a nuestro prójimo, en el bien o en el mal, se lo
hacemos a Jesús, que misteriosamente inhabita en él, y es la razón por la cual,
si somos misericordiosos para con nuestros prójimos, recibiremos misericordia
de parte suya: “Bienaventurados los misericordiosos, pues ellos recibirán misericordia”
(Mt 5, 7). Y el Apóstol Santiago
dice: “El juicio será sin
misericordia para el que no ha mostrado misericordia” (Sant 2, 13). El mismo Apóstol nos advierte que “la fe, sin obras,
es una fe muerta” (Sant 2, 17). La misericordia
demostrada para con nuestro prójimo será, por lo tanto, nuestro “pasaporte”
para el Reino de los cielos. ¿De qué manera podemos ponerla por práctica? Además
de las obras de misericordia corporales y espirituales que nos recomienda la
Iglesia, Santa Faustina Kowalska, en su oración para ser misericordiosa, nos enseña
de qué manera podemos, en el día a día, ser misericordiosos. Su oración dice
así: “Oh Señor, Deseo transformarme toda en Tu misericordia y ser un vivo
reflejo de Ti. Que este más grande atributo de Dios, es decir su insondable
misericordia, pase a través de mi corazón al prójimo. Ayúdame, oh Señor, a que
mis ojos sean misericordiosos, para que yo jamás recele o juzgue según las
apariencias, sino que busque lo bello en el alma de mi prójimo y acuda a
ayudarla. Ayúdame, oh Señor, a que mis oídos sean misericordiosos para que tome
en cuenta las necesidades de mi prójimo y no sea indiferente a sus penas y
gemidos. Ayúdame, oh Señor, a que mi lengua sea misericordiosa para que jamás
hable negativamente de mis prójimos sino que tenga una palabra de consuelo y
perdón para todos. Ayúdame, oh Señor, a que mis manos sean misericordiosas y
llenas de buenas obras para que sepa hacer sólo el bien a mi prójimo y cargue
sobre mí las tareas más difíciles y más penosas. Ayúdame, oh Señor, a que mis
pies sean misericordiosos para que siempre me apresure a socorrer a mi prójimo,
dominando mi propia fatiga y mi cansancio. Ayúdame, oh Señor, a que mi corazón
sea misericordioso para que yo sienta todos los sufrimientos de mi prójimo. Que
Tu misericordia, oh Señor mío, repose dentro de mí”[1].
Santa Faustina pide ser “transformada en la misericordia” de
Jesús, toda ella, con su cuerpo: ojos, para no juzgar y ver lo bueno en los
demás; oídos, para estar atentos a las necesidades de los otros; lengua, para
no solo no hablar mal, sino para tener palabras de consuelo y perdón; manos,
para que hacer solo obras buenas; pies, para ir en auxilio del que más lo
necesita; corazón, para compadecerse de los sufrimientos del prójimo.
Lo que Santa Faustina nos enseña es que el devoto de Jesús
Misericordioso tiene que ser una imagen viviente suya, no por las palabras,
sino por las obras de misericordia, de manera tal que el prójimo vea, en el
devoto de Jesús Misericordioso, a Jesús Misericordioso en Persona.
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