Luego de sufrir tres horas de terrible y dolorosísima
agonía, Nuestro Señor Jesucristo murió en el Calvario a las tres de la tarde. Si
bien sus sufrimientos comenzaron desde el momento mismo de la Encarnación, porque
fue desde ese entonces en que el Verbo de Dios encarnado comenzó a expiar por
nuestros pecados, y si bien ese sufrimiento, ante todo moral y espiritual,
continuó durante toda su vida, fue en la cruz en donde Nuestro Señor consumó el
sacrificio de su vida, sacrificio por el cual habría de salvarnos de los tres
grandes enemigos de la humanidad: el demonio, la muerte y el pecado, además de
concedernos el don de la filiación divina, abrirnos las puertas del cielo y
hacernos herederos del Reino de Dios.
En la cruz, Jesús sufrió, sólo desde el punto de vista
físico, dolores inenarrables, imposibles siquiera de imaginar, causados entre
otras cosas por la crucifixión, la flagelación inhumana recibida, la coronación
de espinas, los golpes de todo tipo recibidos desde su arresto y a lo largo de
todo el Via Crucis. A esto, hay que
agregarle la intensa sed, producto de la deshidratación y la fiebre, además de
la asfixia experimentada como consecuencia de la posición en la que se
encontraba en la cruz. Y todo esto, sin contar con las penas y los dolores
morales y espirituales que estrujaron de dolor su Sagrado Corazón ante la vista
de nuestros pecados. La inmensidad de los dolores sufridos por Jesús se deben a
que Nuestro Señor asumió sobre sí todos los pecados, todos los dolores y todas
las muertes de todos los hombres de todos los tiempos, interponiéndose entre
nosotros y la Justicia Divina, convirtiendo esa Justicia, en Divina
Misericordia; es por eso que podemos decir que en la cruz, Jesús pensaba en
todos y en cada uno de nosotros, de modo particular con nombre y apellido, como
si cada uno de nosotros fuéramos los únicos seres en la tierra, amándonos
personal y particularmente a cada uno con todo el amor de su Sagrado Corazón. Los
sufrimientos atroces de Jesús, comenzados en la Encarnación y llevados a su
culmen en la Pasión y Crucifixión, finalizaron con su muerte a las Tres de la
tarde y ésa es la razón por la cual esa hora es una Hora Santa, es la Hora de la
Divina Misericordia; es la hora en la que, como Jesús mismo lo dice, todo será
concedido al alma que lo pida, por los méritos de su Pasión dolorosísima. Podemos
decir, por lo tanto, que las Tres de la tarde es nuestra Hora, la Hora en la
que nosotros, pecadores, alcanzamos la gracia divina del perdón y de la
conversión. Se trata de la Hora más importante del día, porque es la Hora en la
que el Hombre-Dios murió por cada uno de nosotros; es una Hora dedicada,
especialmente, por la Trinidad Santísima, de modo personal, para cada pecador,
para que el pecador pida y obtenga las gracias que desea, las cuales le serán
concedidas en mérito a los infinitos sufrimientos de Jesús. Dice así Jesús a
Santa Faustina: “A la hora de las tres imploren Mi misericordia, especialmente
por los pecadores; y aunque sea por un brevísimo momento, sumérgete en Mi
Pasión, especialmente en MI desamparo en momento de agonía. Esta es la hora de
gran misericordia para el mundo entero. Te permitiré entrar dentro de Mi
tristeza mortal. En esta hora, no le rehusaré nada al alma que me lo pida por
los méritos de Mi Pasión”. Continúa Jesús: “Yo te recuerdo, hija mía, que tan
pronto como suene el reloj a las tres de la tarde, te sumerjas completamente en
mi Misericordia, adorándola y glorificándola; invoca su omnipotencia para todo
el mundo, y particularmente para los pobres pecadores; porque en ese momento la
Misericordia se abrió ampliamente para cada alma”. La Hora de la Misericordia “se
abre para cada alma”, es decir, para cada uno, de modo personal y particular.
Debemos aprovechar muy bien esta Hora Santa, cada Hora Santa
–no sabemos cuántas nos ha asignado la Divina Providencia, por lo que
deberíamos vivir cada una de ellas como si fuera la última- para pedir, como
dice Jesús, por la conversión de los pecadores, puesto que la gracia de la
conversión constituye la mayor dicha que pueda una persona alcanzar en esta
vida. Pero además, en la Hora Santa de la Divina Misericordia, las Tres de la
tarde, podemos hacer algo más que pedir, como nos indica Jesús: puesto que
Jesús ofrenda su vida por amor y muere por amor, para darnos todo su Amor,
entonces es la Hora en la que deberíamos ofrecer, en la medida en que nuestra
pequeñez lo permita, nuestras vidas a Jesús, por amor, y pedirle que Él acepte
nuestro ofrecimiento, por manos de María Santísima.
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