La muerte –y sobre todo, la muerte de un ser querido- nos
conmociona, y nos produce un dolor espiritual tan grande, que llega incluso
hasta desequilibrarnos en todos los aspectos de la existencia. La muerte de un
ser querido es la experiencia más dolorosa en la vida de un ser humano, mucho
más dolorosa que el más intenso dolor que pueda experimentar una persona; la
muerte produce un impacto y un dolor tan grande, que no tiene comparación con los
dolores corpóreos, aun con los más intensos que se puedan experimentar.
La razón es que no hemos sido creados para la muerte, sino
para la vida; hemos sido creados por el Dios Viviente, que es la Vida Increada
en sí misma, y hemos sido creados a su imagen y semejanza y parte de esa imagen
y semejanza, es la vida. No hemos sido creados para la muerte, sino para la
vida, y esa es la razón por la cual la muerte nos deja perplejos, porque el
alma, que es inmortal, desea siempre la vida y no la muerte.
Siendo lo que es la muerte, una experiencia traumática que
conmueve y deja atónitos y sin palabras, la respuesta frente a la muerte, para
el cristiano, no son la desesperación o la tristeza, sino la serenidad, la paz
y, en el fondo, hasta alegría y gozo. ¿Por qué? Porque el cristiano cuenta con
un conocimiento que no lo poseen quienes son cristianos, y este conocimiento es
el de la fe, que nos dice que Jesús, el Hombre-Dios, ha muerto en cruz y con su
muerte no solo ha dado muerte a nuestra muerte, sino que nos ha abierto la
Fuente de la Vida, que es su Corazón traspasado, del cual brotan la Sangre y el
Agua del Corazón de Dios, que son la Vida del alma.
La fe nos enseña que Jesús ha muerto en cruz y ha resucitado
–el cirio pascual es símbolo de Jesús, glorioso y resucitado, que ilumina con
la luz de su gloria a los ángeles y santos en el cielo, y a nosotros, en la
tierra, nos ilumina con la luz de la Fe y la Verdad- y que por este sacrificio
y muerte en cruz, nos ha abierto las puertas del cielo. Con esto, ya se
enciende la esperanza en un más allá de la muerte, en una vida después de la
muerte, y esta fe trae ya al alma un descanso, un gozo y una paz, que no se
tienen si no se posee la fe en Cristo Jesús.
Pero además el cristiano confía en la Divina Misericordia,
en el Amor Misericordioso de Dios y, en razón de esta confianza en la Divina
Misericordia, espera que los seres queridos fallecidos estén con Él, sea en el
Purgatorio o en el Cielo, pero con Él, ya que confía en que la Misericordia Divina,
apiadada por nuestra miseria humana, haya perdonado los pecados de sus seres
queridos, muchos o pocos, cometidos por la debilidad de la naturaleza humana,
herida por el pecado original, y que los tenga ya con Él.
Esta confianza en la Divina Misericordia no solo trae más
paz al alma, sino que, sumado al hecho de que Jesús nos ha abierto las puertas
del cielo con su sacrificio en Cruz, se enciende, en el horizonte existencial
del cristiano, una posibilidad que es la de reencontrar a los seres queridos
fallecidos, no en esta vida, sino en la otra, y no de cualquier manera, sino a
través de Jesús –y a Jesús se llega por María-.
Porque Jesús nos ha abierto las puertas del cielo con su sacrificio
en cruz y porque confiamos que, por la Divina Misericordia, nuestros seres
queridos estén con Dios, los cristianos, frente al hecho doloroso de la muerte,
y aun cuando la tristeza y las lágrimas invadan nuestro corazón, no consideramos
a la muerte como un “punto final”, sino simplemente como un umbral que se
atraviesa en estado de gracia y que, en Cristo, nos permite reencontrarnos con
nuestros seres queridos.
De esta manera, lo que el cristiano debe hacer es no
recordar con dolor la ausencia del ser querido, sino esperar, con serenidad y
alegría, el reencuentro futuro con el ser querido, por la Misericordia Divina,
en el Reino de los cielos.