"La Humanidad no encontrará la paz hasta que no se vuelva con confianza a mi Misericordia" (Diario de Sor Faustina, 300)

viernes, 26 de febrero de 2016

El pecado, la gracia y la Divina Misericordia


         Para valorar más el Sacramento de la Penitencia y para aprovechar al máximo la riqueza extraordinaria que supone el Año de la Misericordia, es conveniente reflexionar acerca de dos elementos de la vida espiritual: el pecado y la gracia santificante de Jesucristo, la Misericordia Divina encarnada.
         Con respecto al pecado, dicen los santos que es “la peor desgracia que puede acontecerle a un hombre en esta vida”. Es decir, para los santos, el pecado es peor que un terremoto, un tsunami, un incendio; es peor que otras desgracias, como la pérdida de algún ser querido, o la ruina económica, por ejemplo. La razón es que el pecado aparta al hombre de Dios, envolviéndolo en una densa tiniebla –tanto más densa cuanto más grave es el pecado- que le impide recibir los rayos de gracia de Dios, que es como un Sol divino que alumbra y da calor y vida a los hombres.
         El pecado surge del corazón del hombre, tal como nos enseña Jesús: “Es del corazón del hombre de donde salen toda clase de cosas malas: malos pensamientos, fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, avaricias, maldades, engaños, sensualidad, envidia, calumnia, orgullo e insensatez” (cfr. Mt 15, 19).
         Para dimensionar la gravedad del pecado, consideremos –como nos enseña San Ignacio de Loyola en sus Ejercicios Espirituales- el pecado del Ángel caído, el de Adán y Eva y el de un hombre cualquiera.
         El pecado del Ángel caído: por un solo pecado –el pecado de soberbia, la alucinante pretensión de querer ser igual a Dios-, perdió el cielo para siempre, ¡para siempre! Nunca más podrá gozar de la visión de la Santísima Trinidad, nunca más podrá regocijarse en su Amor, nunca más podrá adorar al Único Dios Verdadero, Dios Uno y Trino. Además, está condenado para siempre a vivir en el odio, en la amargura, en la desesperación, y todo por un solo pecado.
         El pecado de Adán y Eva: por un solo pecado, perdieron la amistad con Dios y la vida de la gracia, fueron expulsados del Paraíso y a partir de ellos entró en la raza humana la enfermedad, el dolor y la muerte. También fue un pecado de soberbia porque, escuchando la Voz de la Serpiente y participando en su rebelión contra Dios, desobedecieron el mandato divino que les prohibía comer del Árbol de la Sabiduría. Por un solo pecado, perdieron lo más hermoso que tenían, que era la amistad con Dios: al hacer un acto de malicia, no podían estar más en Presencia de Dios, que es Bondad infinita, y por eso fueron arrojados del Paraíso. Además, todos los hombres, en adelante –con excepción de la Santísima Virgen María- nacemos con la privación de la santidad y justicia originales, porque su pecado afectó a toda la humanidad.
         El pecado de un hombre cualquiera: por un solo pecado mortal –tal vez ni siquiera cometido efectivamente, sino tan solo consentido con la inteligencia y la voluntad-, este hombre, al morir, se condena irremediablemente en el infierno, en donde tiene que padecer, además de la separación de Dios para siempre –lo cual constituye la tortura más espantosa- y los dolores físicos y espirituales producidos por el fuego del infierno, la compañía y visión horripilante de Satanás, de los ángeles caídos y de todos los condenados. Esta es la razón por la cual los santos afirman que el pecado es la mayor desgracia que puede acontecerle a una persona.
         Otro aspecto a considerar en el pecado es que, si bien produce un cierto placer de concupiscencia en el pecador –por ejemplo, el placer de la venganza, motivado por el pecado de la ira-, el pecado daña profundamente al alma, privándolo de la gracia; además, daña a la familia, a la sociedad e incluso hasta la Creación se ve afectad por el pecado del hombre. Pero el daño inconmensurable lo sufre Jesucristo, porque su Pasión –los golpes recibidos, sus heridas abiertas, su humillación- es consecuencia de nuestros pecados, porque Jesús muere en la cruz por nuestros pecados, por mis pecados personales.
         Ahora bien, frente a esta desgracia que supone para el hombre el pecado, Dios nos envía su Divina Misericordia, encarnada en Jesús, el Hombre-Dios, quien acude en nuestro auxilio con su Sangre derramada desde la cruz, lavando con su Sangre nuestras almas y quitando la mancha del pecado, al tiempo que nos da la vida de la gracia, que nos hace participar de su Divinidad. La gracia nos concede una vida nueva, la vida misma de Dios; nos hace partícipes de su santidad, de su Sabiduría divina, de su Amor eterno. Y también las obras se divinizan, de modo que el que obra en gracia obra lo que Dios quiere y no solo: se puede decir que Dios mismo obra a través del alma en gracia, porque es su instrumento y esto lo podemos ver de modo patente en las vidas de los santos. Si el pecado es la mayor desgracia que puede ocurrirle a una persona en esta vida, la gracia es la mayor dicha que este mismo hombre puede experimentar.
         Entonces, si la gracia es tan valiosa, como lo vemos, surgen alguas preguntas: ¿cómo conseguir esta gracia? ¿Cómo evitar perderla? ¿Cómo acrecentarla?
         Adquirimos la gracia a través de los sacramentos, y aquellos sacramentos que están más a nuestro alcance cotidiano, son la Eucaristía y la Confesión sacramental; es a través de los sacramentos que llega a nuestras almas la Sangre del Cordero derramada en la cruz.
         Evitamos perderla, rechazando toda “ocasión próxima de pecado” y pidiendo la gracia de “morir antes que pecar”, tal como pedía Santo Domingo Savio el día de su Primera Comunión.
         Por último, la acrecentamos obrando las obras de misericordia, corporales y espirituales, tal como las prescribe la Iglesia.
         Vivir en gracia es la mejor forma de honrar a la Divina Misericordia.